Secuelas de una infidelidad

Secuelas de una infidelidad


Un día antes de nuestro séptimo aniversario de boda, y seis semanas después de que naciera nuestro primer hijo, mi marido me dijo que tenía una aventura. (El tiempo verbal importa: tenía, no había tenido).

Mientras su confesión resonaba en mis oídos, yo mecía a nuestra hija, dormida tras su décima (¿undécima?) sesión de lactancia del día. Me dolían los pezones, me temblaba el cuerpo y se me partía el corazón.

Las lágrimas cayeron sobre su mameluco de H&M, la primera prenda que compré cuando me enteré de que estaba embarazada tras la transferencia de embriones congelados. Sostuve a mi bebé con firmeza a pesar de mi dolor, adoptando el modo de protección instintivo de una madre.

“Ella no puede saber que estoy llorando”, pensé mientras miraba atónita a mi marido. Tenía las mejillas húmedas, pero no se me escapaba ningún sonido. No había ira. Todavía no. Solo preguntas: ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas veces?

En varios sentidos, mi historia no es nada nueva. Mi marido —un administrador de escuela fastidiosamente simpático que usa ropa de J. Crew— tuvo una aventura con una colega. Yo estaba embarazada, cansada y concentrada en la preparación para recibir a nuestro bebé. Ella estaba concentrada en él: coqueteando por Slack, en su despacho y durante las pausas para comer.

Más tarde descubrí que otros colegas suyos sospechaban de la aventura. Cuando la conocí, yo también tuve un mal presentimiento. Incluso nuestro consejero matrimonial, al que empezamos a ver después de su confesión, pensó que era extraño que la otra mujer hubiera invitado a mi marido a su casa para arreglar los gabinetes de su cocina poco después de ser contratada. No era el típico favor de oficina, pero fue su primer paso en una serie de acciones para crear la intimidad que provocó la oportunidad para la infidelidad.

En aquel momento, pensé que su petición era extraña, pero mi marido siempre se desvivía por ayudar a los demás. Levantaba muebles pesados para los vecinos o empaquetaba mudanzas para sus amigos. Le gusta trabajar con las manos: es lo que más me gusta de él. Se veían tan grandes cuando sostenían a nuestra hija, con sus dedos que envolvían su pequeña pierna mientras la mecía como si fuera un balón de fútbol.

Como muchas mujeres, luché contra el insomnio durante el embarazo. Mi ritual nocturno eran las pastillas Unisom y los libros de Emily Oster. Desde las pruebas genéticas hasta el entrenamiento para dormir, quería estar preparada para todo lo relacionado con la maternidad. Hasta ahora, siempre estuve preparada para todo.

Además del Unisom, intentaba acostarme temprano porque sabía que mi cuerpo necesitaba descansar. Mi embarazo fue de alto riesgo por múltiples razones: me acercaba a los 40, tenía diabetes de tipo 1 y me había sometido a una fecundación “in vitro” (FIV).

Mi marido, en cambio, es nocturno, así que, cuando se metía bajo las sábanas a las 2 a. m. después de estar con ella, no me daba cuenta. Y aunque me hubiera despertado, no habría importado. Nunca imaginé que mi cariñoso y dedicado marido haría esto. Todavía no lo creo. Y no estoy segura de que él tampoco lo crea. Me dijo que se sintió como un extraño durante ese tiempo, y yo también lo sentí así.

Él es el tipo de compañero que se sienta conmigo en el sofá y me deja enseñarle mis tableros de Pinterest. Antes del bebé, veíamos Jeopardy todas las noches mientras cenábamos algo que habíamos preparado juntos después de nuestra última compra en el mercado. Me llevaba en auto a mis citas con el ginecólogo y me ponía casi todas las inyecciones de la FIV; solo le faltó ponerme algunas cuando viajó por trabajo. E incluso entonces, se encargó de que una amiga enfermera me las aplicara.

Después de tres años de “tener paciencia” porque “ocurrirá cuando tenga que ocurrir”, quedamos embarazados de manera natural en enero de 2021. Sin embargo, perdimos ese embarazo. En la primera ecografía, no había latido. Mi marido tuvo que esperar en el auto porque las restricciones por la covid aún estaban en pleno apogeo, así que me encontré sola —con gel tibio untado en mi vientre hinchado— mientras la enfermera se disculpaba por la pérdida.

Creíamos que podíamos quedar embarazados solos, así que lo intentamos una y otra vez. El sexo se convirtió en una tarea en la que fracasábamos. Kits de pruebas de ovulación, relaciones sexuales cronometradas, pruebas de embarazo negativas. Un ciclo que nos obligaba a estar juntos y, al mismo tiempo, nos separaba. Un ciclo que hizo que mi marido se sintiera insuficiente, pero nunca lo admitió hasta que estuvimos en terapia de pareja a causa de la aventura.

Ojalá me lo hubiera dicho. Quizá las cosas serían diferentes si lo hubiera hecho o si yo se lo hubiera pedido.

“La fertilización in vitro es la mejor opción que tienen”, me dijo el médico a través de Zoom después de que los análisis indicaron un recuento bajo de espermatozoides. Cuando no conseguimos volver a quedar embarazados, acudimos a una clínica de fertilidad en busca de ayuda.

Al final, tardaríamos cinco años en tener un bebé, y más de 40.000 dólares en gastos de nuestro propio bolsillo. Pero después de las inyecciones, la extracción, las pruebas y la espera, volví a quedar embarazada. Estábamos encantados. Y aterrorizados.

En cada ecografía aguantábamos la respiración hasta que oíamos un latido. Entonces, soltábamos un suspiro, pero solo parcial; no podíamos permitirnos alegrarnos demasiado.

Durante nueve meses, hice todo lo que pude para cuidar de la vida que llevaba dentro. Sabía que nuestro bebé era una niña y hablaba con ella más que con nadie. Le contaba todas las cosas que íbamos a hacer juntos, cómo esperaba que le gustaran los perros como a mí y por qué sabía que la espera había merecido la pena.

Cuando mi marido por fin me contó toda la verdad sobre la aventura (varias semanas después de su confesión inicial, incompleta), me explicó que se había acostado con ella por primera vez nueve días antes de que naciera nuestra hija.

Después de cinco años de esperanzas, intentos y deseos, nueve días. Estábamos tan cerca de tenerlo todo.

La primera noche en casa después de salir del hospital no dormí. Nuestra hija se negaba a quedarse boca arriba; por lo tanto, mi ansiedad se negaba a dejarme descansar. (Me enteré de que se llama “postura de costado” después de buscar en Google a mitad de la noche). Resulta que mi miedo a perderla no terminó cuando nació.

Agotada y desesperada, alquilé un moisés moderno con monitorización electrónica y un envoltorio incorporado para colocar a los bebés boca arriba. Por fin podía cerrar los ojos. Y mi marido podía usar la aplicación asociada para saber cuándo yo estaba despierta y me había levantado del sofá del salón, su cama temporal desde que nació el bebé (para poder ir a trabajar sin ser un zombi).

El fabricante no menciona el “modo infidelidad” en la descripción del producto, pero la aplicación móvil del moisés permitía a mi marido escabullirse, estar con otra mujer y volver a casa antes de que yo me diera cuenta, todo gracias al informe en tiempo real, que revelaba cuándo el bebé estaba levantado o acostado, lo que permitía saber cuándo yo también lo estaba.

Mi propia madre vino a quedarse conmigo durante las secuelas del “suceso”, como empezamos a llamarlo, que terminó con su confesión, aunque después hubo intercambio de mensajes. (Decir “aventura” era demasiado doloroso y sigue siéndolo). Mi madre me cuidaba para que yo pudiera cuidar de mi bebé; era la única persona en la que confiaba. Cuando mi hija dormía la siesta, hablábamos del “suceso”. Se enfadaba cuando yo me enfadaba, se entristecía cuando yo me entristecía. Tenía los peores pensamientos por la noche cuando intentaba dormir, igual que yo.

Mi madre entendía lo que yo pensaba antes de que dijera las palabras. Sentía lo mismo que yo: conmoción, confusión, el corazón roto y, aun así, tenía el deseo de mantener unida a mi pequeña familia.

Al final, decidí quedarme con él, pero cambiamos nuestras vidas por completo. Dejamos nuestros trabajos, aceptamos reducciones de sueldo y nos mudamos a otro estado. Mis amigos cuestionaron mi decisión, pero las relaciones nunca son blancas o negras y no hay un guion único para manejarlas. Yo estaba dispuesta a luchar por la vida que siempre había imaginado. Él expresó mucha vergüenza y arrepentimiento y también quería luchar por nosotros. Incluso me apoyó para escribir esto.

Algunos días, nueve meses después, sigo sintiendo un dolor tan profundo que me asfixia. Empieza en mi garganta, viaja por mi pecho y se asienta pesadamente en mi estómago. Intento tragar, pero siento la garganta más tensa de lo normal, como si la angustia y el oxígeno no pudieran compartir el mismo espacio.

Cuando lloro durante las siestas de nuestra hija, me echo agua fría en la cara para disimular las lágrimas antes de tomarla de la cuna. Forzando una sonrisa, me detengo en la puerta de la habitación y respiro hondo al entrar.

Aunque he intentado ocultárselo, ¿es posible que ya lo sepa? Tal vez.

En cualquier caso, ¿ella me está ayudando a curarme? Por supuesto que sí.

Como me enseñó mi propia madre, existe una conexión indescriptible entre las madres y sus hijos. Sienten lo que sentimos.

Y la maternidad nunca termina. No puedo proteger a mi hija para siempre, pero cuando sufra un desengaño a los cuatro o a los 40, estaré allí para sentirlo con ella. Igual que mi madre lo sintió conmigo.

Shelley Akers es escritora en Staunton, Virginia.



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